Caminarán
las naciones a tu luz, y los reyes al resplandor de tu aurora (Is 60, 3).
Los Magos son las primicias de los gentiles que creen en
Cristo; en los cuales aparecieron como en cierto presagio la fe y la devoción
de los gentiles, que venían a Cristo desde países lejanos. Y por esto, así como la devoción y la fe de los gentiles están sin error
por la inspiración del Espíritu Santo, igualmente ha de creerse que los Magos, inspirados
por el Espíritu Santo, tributaron sabiamente reverencia a Cristo.
Como dice San Agustín, la estrella que guió a los Magos al lugar donde estaba el
Dios infante con la Madre Virgen, podía conducirlos a la misma ciudad de Belén
en que nació Cristo; pero se sustrajo a su vista hasta que también los judíos
diesen testimonio acerca de la ciudad en que Cristo nacería; a fin de que,
confirmados con doble testimonio, buscasen con una fe más ardiente a quien
manifestaban la claridad de la estrella y la autoridad de la profecía. Así
ellos mismos anuncian a los judíos el nacimiento de Cristo y preguntan el
lugar. Por disposición divina ocurrió que, al desaparecer la estrella, los
Magos fuesen a Jerusalén guiados por las luces humanas, buscando en la ciudad
real al rey nacido, a fin de que el nacimiento de Cristo fuera primero
anunciado públicamente en Jerusalén, conforme a aquello de Isaías (2, 3): De Sión saldrá la ley, y la palabra del
Señor de Jerusalén, y también para que, con la noticia de los magos, que venían
de lejos, se condenase la pereza de los judíos, que estaban cerca.
Admirable fue la fe de
los Magos. Porque si ellos, buscando un rey de la tierra, le hubiesen
encontrado, en tal caso se hubieran confundido, por haber emprendido sin causa un
viaje tan penoso; por lo que ni lo hubieran adorado, ni ofrecido obsequios.
Pero en el caso presente, como buscaban un rey celestial, aunque ninguna
excelencia real verían en él, sin embargo, contentos con el testimonio de la
sola estrella, lo adoraron. Ven al hombre y
reconocen a Dios, y le ofrecen obsequios adecuados a la dignidad de Cristo: oro como a un gran rey; incienso, del que se hace uso en el
sacrificio de Dios, como a Dios, y mirra, que sirve para embalsamar los cuerpos, a
fin de demostrar que debía morir por la salvación de todos.
(3ª, q. XXXVI, a. 8)
Y postrándose le adoraron (Mt 2, 11). A
este respecto dice San Agustín: “¡Oh infancia, a la cual
se someten los astros! ¿Quién es éste de grandeza y gloria suprema, ante cuyos
pañales velan los Ángeles, tiemblan los reyes, y doblan sus rodillas los
sabios? ¿Quién es éste, tal y tan grande? Me lleno de estupor cuando veo los
pañales y miro al cielo; me agito cuando miro en el pesebre al mendigo y al más
preclaro que los astros; socórranos la fe, pues la razón humana desfallece.”
(De Humanitate Christi)
MEDITACIONES DE ADVIENTO—NAVIDAD.
Santo Tomás de Aquino.
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