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viernes, 18 de abril de 2025

LAS SIETE PALABRAS.

 


 

Fr. Antonio Royo Martín O. P

 



INTRODUCCIÓN


 

   ¡Viernes Santo…!, ¡Sermón de las Siete Palabras…!,

  En tal día como hoy, el más grande de los oradores sagrados que ha conocido España, fray Luis de Granada, subió al pulpito para explicar al pueblo cristiano los dolores inefables del Redentor del mundo clavado en la cruz. Comenzó su discurso con estas palabras:

  «Pasión de Nuestro Señor Jesucristo según San Juan». Y no dijo más. Una emoción indescriptible se apoderó de todo su ser; sintió que la voz se le anudaba en la garganta, estalló en un sollozo inmenso... y con el rostro bañado en lágrimas hubo de bajarse del pulpito sin acertar a decir una sola palabra más.

 Ningún otro sermón de cuantos pronunció en su vida causó, sin embargo, una impresión tan profunda en su auditorio. Todos rompieron a llorar, y, golpeando sus pechos, pidieron a Dios, a gritos, el perdón de sus pecados.

 No exageraron. ¡No exageraron! porque es preciso tener el corazón muy duro o muy amortiguada la fe para no conmoverse profundamente ante el solo anuncio del sermón de los dolores que Nuestro Señor Jesucristo padeció por nosotros en la cruz.

 ¡Viernes Santo! ¡Sermón de las Siete Palabras!...

 Contemplemos rápidamente, en sintética mirada retrospectiva, los acontecimientos que precedieron a la crucifixión.


* * *





  Jerusalén. Jueves Santo de la primera Pascua cristiana. Alrededor de las siete de la tarde, Jesucristo, que había amado apasionadamente a los suyos, en la víspera de su muerte los amó hasta el fin, hasta no poder más:

   «Hijitos míos: un nuevo mandamiento os doy. Que os améis los unos a los otros como yo os he amado»

   Y volviéndose loco de amor cogió un trozo de pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio a sus discípulos diciendo:

   «Tomad y comed, porque esto es mi Cuerpo». Y en seguida:

   «Bebed todos de este cáliz: porque esta es mi Sangre que será derramada por la salvación del mundo».

   Y cuando San Juan, aquel jovencito que se sentía amado por su Maestro con particular predilección, hubo tomado aquel bocado divino y aplicado sus labios sedientos al cáliz de vida eterna, sintió que sus fuerzas desfallecían por momentos y reclinó suavemente su cabeza sobre el pecho de su divino Maestro para descansar en Él su éxtasis de amor...




  Ha terminado la Cena. Salen a la calle. La luz plateada de la luna el Jueves Santo coincide siempre con el plenilunio del mes de Nisán— ilumina suavemente las callejuelas de Jerusalén—, Pasan junto al templo. Descienden por el camino escalonado hasta el torrente Cedrón, cruzan el puentecito y llegan a la entrada del huerto de Getsemaní, Jesucristo recomienda a sus apóstoles que permanezcan en oración a la entrada del huerto.

 


  Y tomando aparte a Pedro, Santiago y Juan se interna entre los olivos al mismo tiempo que exclama:

   «¡Me muero de tristeza, siento una tristeza mortal!».

  Y arrancándose todavía de los tres como a la distancia de un tiro de piedra, cae de rodillas.

  Y primera, segunda y tercera oración:

   «Padre mío, si no puede pasar este cáliz sin que Yo lo beba, hágase tu voluntad».

   Y cuando primera, segunda y tercera vez escucha en el fondo de su alma la orden terminante de su Padre que le manda subir a la cruz, Jesucristo se desploma ensangrentado:

   «Le vino un sudor como de gotas de sangre que corrían hasta el suelo...».

 

   Instantes después se presenta Judas acompañado de una turba de soldados:



   «Amigo, ¿a qué has venido? ¿Con un beso entregas al Hijo del hombre?».

  Y Pedro desenvaina su espada y Cristo le impide defenderle...



  Y atadas las manos, como a un vulgar malhechor, es conducido a empujones hasta el palacio del Sumo Pontífice Caifás, no sin antes comparecer un momento ante su suegro Anás, que le había precedido en la suprema magistratura de la Sinagoga.

  Y comienza la burda parodia del proceso religioso:

   «Este ha dicho que puede destruir el templo y reconstruirlo en tres días».

   No concuerdan los testimonios. La situación se hace embarazosa...

  De pronto el Sumo Pontífice toma una resolución definitiva.

  Poniéndose majestuosamente de pie, con toda la pompa y solemnidad que correspondía al Jefe supremo del Sanedrín, interroga autoritativamente al detenido:



   «Por el Dios vivo te conjuro que nos digas de una vez claramente si tú eres el Cristo, el Hijo de Dios».

   Y Jesucristo le responde sin vacilar:

   «Tú lo has dicho: Yo soy. Y os digo, además, que un día veréis al Hijo del hombre venir sobre las nubes del cielo con gran poder y majestad».

  «¡Ha blasfemado! ¿Qué necesidad tenemos de nuevos testimonios? ¿Qué os parece?».

 «¡Reo es de muerte!». Y a empujones y bofetadas le encierran en un calabozo hasta la mañana siguiente en que le presentarán al Procurador romano para exigirle la sentencia capital que merece como blasfemo.

 

* * *

 


  Mientras tanto, Pedro niega tres veces a su Maestro, acobardado ante una mujerzuela y un grupo de soldados que se calienta junto al fuego...

 

* * *

 

 ¿Dónde pasó la noche del Jueves Santo Judas el traidor? No lo dice el Evangelio. Pero sin duda que no pudo conciliar el sueño un solo instante. Corroída su conciencia por los remordimientos, al apuntar el día se presentó en el templo ante los príncipes de los sacerdotes.

  Le quemaban el alma aquellas treinta monedas que eran el precio de su vil traición.




   «¡Devolvedme al Justo! He entregado sangre inocente». Y al instante, la carcajada sarcástica de los sanedritas;

  «¿Y a nosotros qué? ¡Allá te las hayas! ¡Vete de aquí, miserable! No queremos nada contigo».

  Y fue y se ahorcó.



 ¡Cuántos Judas hoy como ayer! Después de la traición, el desprecio, la desesperación y el suicidio:

   «que el traidor no es menester — siendo la traición pasada».

 

* * *

 

  Ha ido amaneciendo lentamente. A primera hora de la mañana Jesucristo es conducido, maniatado, ante el Procurador romano, Y lanzan ante él la primera calumnia:

  «Aquí tienes a un agitador que perturba a la nación y prohíbe pagar los tributos al César, constituyéndose en Mesías y rey de los judíos».

  Le interroga Pilatos. Nada malo descubre en ÉL Los sanedritas insisten enfurecidos:



   «¡Desde Galilea hasta Judea tiene revolucionado a todo el pueblo!».

  Ha sonado una palabra nueva: Galilea, Pilatos pregunta si aquel hombre es galileo. Y al conocer que pertenecía a la jurisdicción de Herodes, se lo envía al instante, gozoso de encontrar un medio de desembarazarse de aquel asunto tan desagradable.



  Pero Jesucristo, que ha respondido lleno de serena dignidad a las preguntas del Procurador romano, no se digna abrir los labios divinos ante el infame Herodes, que, entre otros crímenes repugnantes que pesaban sobre su conciencia, había mandado degollar a Juan el Bautista en una noche de crápula, de orgía y de pecado. Y cubierto de una vestidura blanca, en calidad de loco, Herodes devuelve el preso a Pilatos, reconciliándose con él, pues estaban disgustados entre sí. El Procurador romano le interroga de nuevo. Recibe un mensaje de su mujer recomendándole que no se meta con aquel justo, pues ha padecido mucho en sueños por causa de él. Pero la chusma sigue gritando, azuzada por los jefes de la Sinagoga.

  Ya no sabe qué hacer. De pronto se le ocurre una idea luminosa:


   «¿A quién queréis que os suelte, a Barrabás o Jesús llamado Cristo?». Y el representante de Roma escucha estupefacto el griterío del pueblo:

   «¡Suelta a Barrabás!».

   «¿Pues qué he de hacer con Jesús, el titulado rey de los judíos?».

   «¡¡Crucifícale, crucifícale!!...».

  Pilatos hace todavía un esfuerzo supremo para salvarle, a costa de una medida injusta y brutal:   

   «Le castigaré y le pondré después en libertad».

   ¡Le declara inocente y ordena castigarle!...

   Y viene el tormento espantoso de la flagelación. No emplearon con Él la verga —que era el azote más suave reservado a los ciudadanos romanos—, sino el horrible flagelo formado con largas tiras de cuero, llenas de bolitas de plomo y huesos de animales. Y Cristo, desnudo, atadas sus manos a una columna muy baja para que presentara cómodamente a los verdugos su espalda encorvada, recibe aquella tremenda tempestad de azotes... Carne amoratada, que se vuelve muy pronto rojiza; la piel que salta hecha pedazos y la divina víctima que queda cubierta de sangre... ¡Tenía que expiar en su carne purísima la lujuria desenfrenada de toda la humanidad pecadora!...


  Pero era preciso llevar hasta el colmo la burla y el escarnio, ¡Van a coronarle Rey de los judíos! Y las espinas rasgan su cabeza, no en forma circular o de guirnalda, sino a modo de casco, capacete o celada que la cubría y atormentaba por entero. Y la vestidura regia, y el cetro de caña en las manos, y las burlas y blasfemias del populacho...

 Jesucristo quedó hecho una lástima. Inspiraba compasión. Al contemplarle Pilatos en aquella forma lo presenta al pueblo para ver si le queda todavía un poco de corazón:

   «¡Ecce homo!».



   Y la chusma asalvajada, como una fiera instigada por la fusta del domador, lanza de nuevo, más estentóreo que nunca, el grito de su reprobación definitiva: ¡Crucifícale, crucifícale!!...

 ¡Pobre pueblo judío! Cinco días antes, el domingo de Ramos, había aclamado frenéticamente a Cristo en su entrada triunfal en Jerusalén:

  «¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!».

 Y ahora reclama a gritos su muerte. La historia se repite todavía. El populacho grita siempre ¡viva! o ¡muera! al dictado caprichoso de los jefes que le manejan y engañan.



  Y Pilatos, el político cobarde, símbolo de la debilidad en el ejercicio de un poder que no era digno de administrar, se lavó las manos en vez de lavarse la conciencia y entregó a la ferocidad de los judíos al divino preso para ser crucificado.

 

* * *

 

  «Y llevando sobre sus hombros su propia cruz, salió hacia la colina del Calvario».

 


* * *

 

   Mientras tanto, en un rincón de Jerusalén ocurría una escena impresionante. San Juan, el discípulo amado, lo había presenciado todo. Y cuando oyó la sentencia final y vio a su divino Maestro cargado con la cruz, se creyó en el deber de comunicárselo a la Madre de Jesús. Y corrió hacia Ella. No se daba cuenta de que estaba siendo en aquellos momentos instrumento de la voluntad del Padre.

  María tenía que presenciar la crucifixión de su divino Hijo en calidad de Corredentora de la humanidad. Y San Juan, en medio de un sollozo inmenso, le da la terrible noticia:

  «¡Señora!... ¡condenado a muerte!». Debió lanzar María un grito desgarrador y acompañada del discípulo virgen se echó a la calle en busca de su divino Hijo. Y, de pronto, al doblar de una esquina.,. «¡Oh Virgen de los Dolores, qué caro te costamos!... Renuncio» señores, a describir la escena.



  Y Jesucristo se cae con la cruz a cuestas. Se ve claramente que no podrá llegar al Calvario. Un hombre que regresa del campo es requerido para que le ayude. «¿Yo?, ¿por qué?, ¿qué tengo yo que ver con éste?». Y como se resiste a cumplir la orden, le agarran por el cuello y.…: «¡Coge la cruz, si no quieres que te clavemos en ella a ti también!». Y a pesar de cogerla a regañadientes, Jesucristo le mira agradecido. Y se lo pagará espléndidamente. Aquel hombre —dice San Marcos—era Simón de Cirene, padre de Alejandro y de Rufo, dos excelentes cristianos de la Iglesia primitiva que aparecen en las epístolas de San Pablo. Un momento de vergüenza y de dolor llevando la cruz del Maestro... ¡y la fe cristiana y la felicidad eterna de toda su familia! Espléndida recompensa la de Jesucristo, a los que le ayudan a llevar su cruz.


* * *


  Han llegado a la cumbre del Calvario. Jesucristo tiene que pasar por la inmensa vergüenza de la desnudez total. ¡Tenía que reparar la inmensa desvergüenza de los que, llamándose cristianos, se desnudan sin rubor en las playas y en las calles de nuestras ciudades!

  Le ofrecen un calmante para atontarle: vino mirrado con hiel.

  Jesucristo, fino y agradecido, lo prueba un poquito, pero no quiere beberlo. Lo dice expresamente el Evangelio. Quiere apurar hasta las heces el cáliz del dolor.



 «¡Échate sobre el madero!», le dicen brutalmente los soldados. Y, obediente hasta la muerte, Jesucristo se tiende con los brazos extendidos sobre la cruz, Y al instante el primer clavo, de un golpe seco, cose su mano derecha al madero de nuestra redención.

  Señores: en la Iglesia de Santa Cruz de Jerusalén, en Roma, se conserva uno de los clavos auténticos de la cruz de Nuestro Señor.

  Es imposible contemplarlo sin un estremecimiento de horror. No es un clavo liso, pulimentado; es un clavo de forja, cuadrilátero, desigual, con aristas y rugosidades. Estremece pensar el desgarro que aquel clavo debió causar en la carne divina de Jesús.

  Debió retorcerse de dolor la divina Víctima (¿Te dolió mucho, Señor? ¡Yo te clavé ese clavo con mis pecados!). Pero los soldados continuaron su tarea impertérritos. Unos cuantos golpes más... y las manos y los pies quedan fuertemente sujetas al madero.

  ¡Arriba la cruz, para que todo el mundo la contemple! Y al dejarla caer de golpe sobre el agujero preparado de antemano para recibirla, debió lanzar un gemido de dolor, que sólo María recogió en su corazón y que se perdió en un clamoreo de blasfemias y de burlas.



  ¡Ya está levantado sobre el mundo el primer Crucifijo! ¡Ya está la augusta Víctima en lo alto de la cruz!


  ¡Cristianos! Caigamos de rodillas ante Él, golpeemos nuestro pecho y dispongámonos a oír su sublime, su divino, su maravilloso sermón de las Siete Palabras.

 


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