Está
fuera de duda que nuestra eterna salvación depende principalmente de la
elección de estado. El Padre Granada dice que esta
elección es “la
rueda maestra de la vida”. Y así como descompuesta
la rueda maestra de un reloj queda todo él desconcertado, así también, respecto
de nuestra salvación, si erramos en la elección de estado, “toda nuestra
vida, dice San Gregorio Nacianceno, andará desarreglada y descompuesta”.
Por consiguiente, si queremos salvamos,
menester es que, al tratar de elegir estado, sigamos las inspiraciones de Dios, porque solamente en aquel estado
a que nos llama, recibiremos los necesarios auxilios para alcanzar la salvación
eterna. Ya lo dijo San Cipriano:
“La virtud y gracia del Espíritu Santo
se comunica a nuestras almas, no conforme a nuestro capricho, sino según las
disposiciones de su adorable Providencia”. Que por esto escribió San Pablo: Cada uno tiene de Dios su propio don. Es decir, como explica Cornelio a Lapide: “Dios da a cada uno
la vocación que le conviene y lo inclina a tomar el estado que mejor
corresponde a su salvación”. Esto está muy conforme con el orden de la
predestinación, que describe el mismo Apóstol cuando dice: Y a los que ha predestinado, también los ha llamado; y a quienes ha
llamado, también los ha justificado; y a quienes ha justificado, también los ha
glorificado.
Fuerza es confesar que en esto de la vocación el mundo
bien poco o nada entiende, y por esto muchos apenas se cuidan de abrazar aquel
género de vida a que los llama el Señor; prefieren vivir en el estado que se
han escogido, llevando por guía sus propios antojos, y así viven como viven,
esto es: perdidamente, y a la postre se condenan.
Esto no obstante, de la
elección de estado pende principalmente nuestra salvación eterna. A la vocación
va unida la justificación, y de la justificación depende la glorificación, es
decir: la eterna gloria; el que trastorne este orden y rompa esta cadena de
salvación, se perderá. Trabajará mucho y se fatigará, pero en medio de sus
fatigas y trabajos estará siempre oyendo aquella voz de San Agustín: “Corres
bien, pero fuera de camino”, es decir: fuera
de la senda que el Señor te había trazado para llegar al término final de tu
carrera. Dios no acepta los sacrificios que le
ofrecemos siguiendo nuestros gustos. De
Caín y de las ofrendas suyas, dice la Escritura, no hizo caso el Señor.
Además amenaza con tremendos castigos a los que menosprecian su voz por seguir
los consejos de su amor propio. ¡Ay de
vosotros, hijos rebeldes y desertores, dice por Isaías, que forjáis designios
sin contar conmigo y emprendéis proyectos, y no según mi deseo!
Es que el llamamiento de Dios a vida más perfecta es una de las
gracias mayores y más señaladas que puede conceder a un alma, y por eso, con
sobrada razón, se indigna contra el que las menosprecia. ¿No se daría por ofendido el príncipe que al llamar a su palacio a un
vasallo para hacerle su ministro y favorito, el súbdito no obedeciese y
menospreciase la oferta? Y Dios,
al verse desairado, ¿no se dará también
por ofendido? Harto lo siente, y este su sentimiento lo dio a entender
cuando dijo por Isaías: ¡Desdichado
aquél que contraria los planes de su Hacedor! La palabra Vae de la Escritura, que aquí traducimos por
desdichado, envuelve una amenaza de eterna condenación. Comenzará el
castigo para el alma rebelde en este mundo, en el cual vivirá en perpetua
turbación, porque como dice Job: ¿Quién
jamás resistió a Dios que quedase en paz? Se verá, además, privado de los
auxilios especiales y abundantes que necesita para llevar vida compuesta y
arreglada. Ésta es doctrina del teólogo Habert,
que dice así: “No
sin gran trabajo alcanzará la salvación y vivirá en el seno de la Iglesia como
miembro dislocado del cuerpo humano, que penosamente y con mucha imperfección
podrá desempeñar su oficio”.
Por donde se puede concluir, con el mencionado teólogo, “que aunque absolutamente hablando se pueda salvar esta alma, con
dificultad, sin embargo, entrará en la senda de la salvación y escogerá los medios
que a ella le conduzcan”. Del mismo parecer son los Santos
Bernardo y León. Y San Gregorio,
escribiendo al Emperador Mauricio,
el cual por general decreto había prohibido a los soldados entrar en religión,
le dijo que su ley era injusta, por cerrar a muchos las puertas del paraíso,
puesto que en la religión se salvarían muchos que, de permanecer en el siglo, a
buen seguro se condenarían.
Célebre
es el caso que refiere el P. Lancicio. Estudiaba en el Colegio Romano un joven
de claro talento. Al hacer los Santos Ejercicios,
preguntó al confesor si era pecado no corresponder a la vocación religiosa.
Respondióle el confesor que de suyo no era pecado mortal, porque el entrar en
religión es de consejo y no de precepto; pero que de no seguir la voz de Dios
se ponía en grave riesgo de condenarse eternamente, como aconteció a tantos
otros que por esta causa se perdieron. El joven, con esta respuesta, se creyó
dispensado de responder a la voz de Dios; se trasladó a la ciudad de Macerata a
proseguir los estudios; poco a poco abandonó la oración y la comunión, acabando
por entregarse a las más vergonzosas pasiones. Al salir una noche de la casa de
una mujer infame, cayó herido de muerte por un rival suyo; a la noticia del
caso acudieron algunos sacerdotes al lugar del suceso; ya era tarde: acababa de
expirar a las puertas del colegio, queriendo dar a entender con esto el Señor
que lo castigaba con muerte tan afrentosa por haber menospreciado su
llamamiento.
Admirable
es también el caso que refiere el P. Pinamonti en su obrita La Vocación triunfante. Meditaba un novicio los
medios que debía emplear para abandonar la vocación, cuando se le apareció Jesucristo
sentado en trono de majestad, el cual, con rostro airado y ademán severo,
mandaba que borrasen del libro de la vida el nombre del novicio infiel. El
joven, en presencia de Jesucristo, quedó aterrado y determinó perseverar en la
religión.
¡Cuántos
ejemplos parecidos a éstos se leen en los libros! ¡A cuántos desventurados
jóvenes veremos condenados en el día del juicio por no haber obedecido al
divino llamamiento! Estos tales, como rebeldes a la luz divina, según dice
el Espíritu Santo, no conocieron los
caminos de Dios, y en justo castigo se verán privados de ella; y por no haber
seguido el camino que les había trazado el Señor, andarán ciegos y
desconcertados por los senderos que sus gustos les abrieron, hasta llegar a
caer en el fondo del precipicio. Os comunicaré
mi espíritu dice el Señor en el libro de los Proverbios, esto es, la vocación;
mas ya que estuve Yo llamando y vosotros no respondisteis, añade el Señor, y
menospreciasteis mis consejos, Yo también miraré con risa vuestra perdición y
me mofaré de vosotros cuando os sobrevenga lo que temíais. Es decir, que
Dios no escuchará los clamores de aquéllos que han despreciado su voz. “Los que menospreciaron la voluntad de
Dios, que les invitaba a seguirle, dice San Agustín, sentirán el peso de sus
venganzas”. .
Por tanto, cuando el Señor llama un alma a
estado de mayor perfección, si no quiere arriesgar su eterna salvación, debe
obedecer, y obedecer sin demora. De otra suerte, se expone a oír las quejas y
reproches que Jesucristo dirigió a aquel joven que, invitado por Jesús a
seguirle, le contestó: Yo te seguiré,
Señor, pero déjame primero ir a despedirme de los de mi casa. A lo cual Jesús
le replicó: Ninguno que después de haber puesto mano en el arado vuelve los
ojos atrás, es apto para el reino de los cielos.
Las luces que el Señor nos comunica son
pasajeras y no permanentes; por esto nos aconseja Santo Tomás que respondamos
sin tardanza a los divinos llamamientos. Se
pregunta en la Suma Teológica si es laudable
entrar en religión sin pedir consejo a muchos y sin deliberar largamente, y
responde afirmativamente, dando por razón que en los negocios de bondad dudosa
es necesario el consejo y la madura deliberación; mas no en esto de la
vocación, que es a todas luces bueno, puesto que el mismo Jesucristo lo
aconseja en el Evangelio, pues de todos es sabido que la vida religiosa es la
práctica de los consejos que nos dio el divino Maestro.
Es
cosa sorprendente ver cómo las gentes del siglo, cuando una persona trata de
entrar en religión y llevar vida más perfecta y libre de los peligros que se
corren en el mundo, dicen que tales resoluciones hay que tomarlas muy despacio
y con calma, y que no se deben llevar a la práctica hasta quedar plenamente
convencido de que la vocación viene de Dios, y no del demonio. ¿Por qué no piensan y hablan de la misma manera cuando se
trata de aceptar una dignidad, un obispado, por ejemplo, donde hay tanto peligro
de perderse? Entonces se callan y no dicen que se deben tomar las
debidas precauciones para cerciorarse si la vocación viene o no de parte de
Dios.
Los santos en este punto son de muy
contrario parecer. Santo Tomás dice que, aunque la vocación religiosa
la inspirase el mismo demonio, aun en este caso habría que seguir su consejo,
por ser excelente, no obstante venir de nuestro capital enemigo. Y San Juan
Crisóstomo, citado por el mismo Santo Doctor, dice que cuando Dios nos
favorece con semejantes inspiraciones exige de nosotros tan pronta obediencia,
que ni por un instante siquiera vacilemos en seguirle. La razón es porque Dios,
cuando ve a un alma rendida a su voluntad y mandamiento, se complace en
derramar sobre ella a manos llenas sus gracias y bendiciones; y por el
contrario, las dilaciones y tardanzas le desagradan tanto, que luego le encogen
la mano y le obligan a alejarse con sus luces y gracias, dejando al alma casi
abandonada y sin fuerzas para seguir los impulsos del llamamiento divino.
Por
esto dice San Juan Crisóstomo que cuando el demonio es impotente para hacer
abandonar a uno la resolución de consagrarse a Dios, se esfuerza por estorbarle
que la lleve luego a la práctica, seguro de sacar no poco provecho cuando
consigue que se prolongue la estancia en el mundo un solo día y hasta una sola
hora; porque confía que durante ese día y esa hora se le han de presentar
nuevas ocasiones harto propicias para lograr más largas dilaciones, y el alma,
por su parte, cada vez más débil y menos asistida de la gracia divina, cede al
fin a los impulsos del demonio y abandona la vocación. ¿Quién
podrá decir las almas que han sido infieles a los divinos llamamientos por no
haber respondido luego a la voz de Dios? Por esto San Jerónimo, dirigiéndose a los que se sienten llamados a
abandonar el mundo, les dice: “Apresuraos, os lo
suplico, daos prisa; y mejor que desatar, romped las amarras que detienen en la
ribera vuestra barquilla”. Quiere decir el Santo: así como el hombre que
está en una barca, amarrada a la orilla con peligro de zozobrar o chocar contra
las rocas de la costa, procura más bien cortar la maroma que irle soltando
todos los nudos, así también el alma que vive en el siglo debe procurar romper
los lazos que a él le unen, para librarse cuanto antes de los peligros
frecuentes en el mundo de perderse y naufragar.
Oigamos lo que dice San
Francisco de Sales en sus obras acerca de la vocación religiosa; todo
ello servirá para corroborar lo que vamos diciendo y lo que adelante diremos. “Señal de verdadera y buena vocación es
sentirse alentado a seguirla en la parte superior del alma, aunque no se
experimente algún gusto sensible. Por tanto, no debe creerse que no tiene
verdadera vocación el alma que, aun antes de abandonar el mundo, ha dejado de sentir
aquellos afectos sensibles que al principio experimentaba, y que en cambio
siente tanto disgusto y frialdad, que le hacen vacilar, dándolo todo por
perdido. Basta que la voluntad permanezca firme y dispuesta a seguir el divino
llamamiento, y aún menos: basta que sienta alguna inclinación hacia la vida
religiosa. Para saber si Dios llama a uno a la religión, no hay que esperar a
que el mismo Dios le hable, o le envíe un ángel del cielo que le declare su voluntad.
Tampoco es menester someter nuestra vocación a un examen de diez doctores para
saber si debemos o no seguirla; lo que sí importa mucho es corresponder y
cultivar el primer movimiento de la inspiración divina, y luego, no turbarse ni
desalentarse por los disgustos y frialdad que sobrevengan; obrando así, Dios se
encargará de que redunde todo en su mayor gloria.
No
hay por qué inquietarse, para llegar a entender de qué parte viene la
inspiración; el Señor llama a sus siervos por mil diversos caminos; a veces se
vale de un sermón, otras veces de la lectura de buenos libros; a unos llama
después de haber oído algunas palabras del Evangelio, como San Antonio y
San
Francisco; llama a otros enviándoles trabajos y aflicciones, que les dan
ocasión de abandonar el mundo. Aunque estos últimos se vuelvan a Dios por haber
sido menospreciados del mundo, sin embargo, se entregan a Él con determinada y
resuelta voluntad, y a veces sucede que éstos llegan a alcanzar más subida
perfección, que los que entran al servicio de Dios con más clara y manifiesta vocación”.
Refiere
el P.
Piatti que un gallardo y apuesto joven de noble familia cabalgaba cierto
día en brioso caballo, haciendo gala y demostración de buen jinete para agradar
a la dama a quien visitaba. En el momento en que con más gallardía se paseaba,
lo despidió el caballo de la silla, dejándolo caer en un fangal, de donde se
levantó cubierto de lodo. Quedó el mancebo tan corrido y avergonzado, que en
aquel mismo instante determinó hacerse religioso. “¡Oh
mundo traidor! —Exclamó— te has burlado de mí, y yo me burlaré de ti; me has
jugado una mala pasada, yo te pagaré con otra; ya no haré las paces contigo;
ahora mismo te abandono, y me hago religioso”. En efecto, entró en
religión, viviendo en ella con mucho fervor y santidad.
“LA
VOCACIÓN RELIOSA” Editorial ICTION Buenos Aires 1981.
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